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Mostrando entradas de 2013

Desaparezca aquí

Cuando ya no quede nada, la poesía no servirá para una mierda. Mientras tanto, cada vez que cierro los ojos imagino un poema. Son mis ahorros; el dinero valdrá menos aun que nuestras palabras entonces y hasta entonces siempre es mejor dormir en un cajón desordenado de palabras ignífugas que sobre un arcón lleno de billetes inflamables. 

Sequía

Es tan fácil acostumbrarse al beso que ahora que falta no soy capaz de decir cuándo vi el último despedazándose bajo nuestras narices, literalmente. No sé si nos mordimos con una boca abierta del diámetro de un asteroide, o si te dejé marchar al trabajo con el roce íntimo y a la vez insuficiente del beso de un funcionario de correos. Igual que cuando alguien sale de la habitación y deja la puerta abierta, y entra la corriente directa al centro de la espina dorsal, y no sabemos por qué llega el escalofrío pero no se puede hacer nada hasta que pasa; ahora miro venir las horas de esta sequía y sueño con posarme sobre ti de nuevo. 

Guardias

No pensábamos morir aquel verano. Si me lo hubieran preguntado cinco años antes, a mis treinta y dos, hubiera dicho que pensaba morir cuarenta y nueve años después. Siempre había tenido la estúpida impresión de que iba a durar hasta los ochenta y uno. Es muy fácil pensar algo así cuando uno tiene treinta o treinta y pocos y ninguna enfermedad grave de la que preocuparse. Si me lo hubieran preguntado el verano anterior quizá hubiera pensado que tenía ciertas probabilidades de morir a los cincuenta, o a los sesenta. Las olas de calor se habían llevado ya por delante a mucha gente, y las olas de frío en invierno, y lo peor era que las previsiones hacían pensar que las cosas iban a ir a peor cada vez que dábamos la vuelta a una estación. Estábamos ya en el décimo año de la crisis, así que aunque ella era ginecóloga y yo me había quedado con parte de la pequeña empresa en la que trabajaba al morir una de mis jefas, la combinación de nuestros sueldos no nos daba para pensar siquiera en ...

Limonada

La ciudad está repleta de esqueletos desesperados. El calor, el maldito calor ha derretido su carne hasta hacer que las vísceras se desprendan de los huesos; e incluso la desnudez absoluta no impide que esta tarde de julio el porcentaje de suicidios le lleve la delantera al IPC. Ninguno de esos hombres, ahí abajo, ha pensado introducirse en una bañera de cubitos de hielo. Dejar solamente la cabeza fuera, y un brazo, y al final del brazo una pandilla de versos que no hayan sido jamás leídos en un cuarto de baño; y al alcance de la boca una pajita de plástico, de las que son capaces de doblar la cabeza, y la cabeza en el ángulo justo para tomar pequeños sorbos de un vaso de zumo de limón con azúcar. Yo sí. Pero cuando lo tenía todo preparado me faltaba el poema. Todos los libros que guardamos en casa entre mis compañeros de piso y yo, todos los que nos gustan, nos han acompañado alguna vez al retrete. He tenido que escribir esto y luego he tenido qu...

Declaración de amor

Porque escribí una novela de cuarenta y cinco mil palabras y no fui capaz de terminarla hasta que tú me enviaste doscientas; porque me enamoré en París, Francia, y tuvo que contárselo al mundo mi mejor amigo, o uno de ellos, para que yo mismo me enterara. Porque allí, a mí, tú me estabas follando tan fuerte que me resultaba imposible darme cuenta;   porque perdí mi piso en las alturas y lo único que fui capaz de pensar ese día fue en la palabra lábil y en jugar contigo al scrabble; porque perdí a mi padre también y sólo pude llorar cuando me llamaste; porque ganamos y me dejaste escribir mi nombre en solitario; porque nos derrotaron también y te pasaste todo el tiempo diciendo que era por tu culpa, y no lo es; porque te hiciste mayor, pero sobre todo te hiciste grande, y ahora has crecido tanto que no cabes por la puerta de salida de mi habitación;   porque sí, y por tantas aquellas veces de por qué no; por mí y a la mierda todos mis compañeros; porque ...

Las cien mil bombillas

Hay un silencio de pared negra en las noches de patio interior de la gran ciudad. Escribirte aquí, ahora, es ir encendiendo una a una las cien mil bombillas que me rodean, las que aproximadamente habitan este barrio y los dos o tres contiguos, ir siguiendo mientras tanto el recorrido de la luz hasta descubrir después de una noche entera pulsando interruptores el brillo de una mañana completa detrás de la revolución industrial. Eso, escribirte. Que vengas, que te materialices en este cuarto de dos por dos, desnuda y con ganas de pelea, es como pisar corriendo todas las bombillas encendidas con los pies descalzos, todas y cada una, descalzos, y después pasar el resto de la noche, esta larguísima madrugada bisiesta haciendo el amor sobre un montón enorme de cristales, el mar incontenible de nuestra propia sangre y la oscuridad total. Cualquier cosa que venga la mañana siguiente se parecerá tanto a la luminosa muerte.

Pulso

A todos los padres, que entonces serán abuelos, podrás contestarles en la cara, en mayúsculas, que no pasaste hambre, no, que no habitaba una guerra en el DNI de tus antepasados inmediatos, ni en el DNA, aunque esto al revés no serán capaces de comprenderlo.   Que muchos Reyes y Papá Noël y veranos en la costa e inviernos en institutos con calefacción central. Pero también contarás que tuvimos que huir. Nos partió el amor en dos el dinero, o la falta de él. Nos dejó una línea de puntos el trabajo en vez de una pandilla de amigos, y en algunos casos de punto a punto un par de aviones y las gracias. Dirás / diremos que te tenía que coger yo el pulso algunas noches, aquí, me decías, señalándote el pecho esa mina a cielo abierto de donde extraía el mineral de mis sueños, aquí, mira late a doble velocidad. Como el disco de un cantante que supiera que va a morir, que tiene la mitad de tiempo antes de que el telón se le caiga encima para can...

Aplauso

Hace tanto que nuestras manos no aplauden que nuestro cuerpo se ha desacostumbrado. Y sin embargo en estos días cargados en la estratosfera con el peso que tendría el cielo si todos los ángeles fueran obesos, tenemos más razones que nunca para hacerlo. Pienso en ello mientras vamos quitándonos la ropa en silencio, pelándonos poco a poco. Hasta llegar a la raíz. Afuera el patio interior de lucecitas que se hizo famoso por su desayuno continental no deja pasar la sangre que mana de la herida de este país, así que en esta noche reseca tu piel y mi dermatítica cobertura resisten ligeramente el impulso de nuestras manos, esas mismas que decía en el primer verso. Por fin terminamos, y después del esfuerzo de desnudarnos nos miramos en silencio nuclear, también de nuevo. Estamos vivos. Vivos. Aplauso.

No molestar

La energía que descansa en un ventilador de techo, que encendido a su máxima potencia e impulsado por un poco de corriente que entra desde la ventana maltrecha es capaz de cercenar por el cuello la cabeza de un excursionista alemán borracho en su primera visita a un hotel de la Costa del Sol española cuando, ebrio de felicidad después de un día perfecto de paella, sol, playa y chiringuito, no encuentra otra cosa mejor para terminar el día que ponerse a pegar saltos sobre la cama individual de su habitación en-suite en el mencionado establecimiento hotelero.   Esa. La energía que desprende tu cuerpo en viaje a la cama.

Carpintería metálica

Dichosos aquellos que se despiertan el fin de semana con la energía suficiente para tirar de la persiana del piso de arriba, o del de al lado como si estuvieran dando la salida a una carrera de coches trucados en alguna avenida infrautilizada del extrarradio. Dichosos ellos, que disfruten de su sábado y su domingo de carreras. Nosotros, después de odiarlos un momento, volveremos al reino de los sueños y te prometo que nadie nadie nadie va a tocar esa persiana (que da a tu patio) hasta que no nos acribille el mediodía.